Lo único que Florentino Ariza pudo averiguar de Lorenzo Daza fue que había venido de San Juan de la Ciénaga con la hija única y la hermana soltera poco después de la peste del cólera, y quienes lo vieron desembarcar no dudaron de que venía para quedarse, pues traía todo lo necesario para una casa bien guarnecida. Él dijo que lo haría si ella lo hacía, pero ella no quiso: hacía tiempo se había visto en la luna del ropero, y había comprendido de pronto que ya no tendría valor para dejarse ver desnuda ni de él ni de nadie. Una noche, después de mucho eludir el pasado, llegó a la hacienda de la prima Hildebranda, y cuando la vio esperando en la puerta estuvo a punto de desfallecer: era como verse a sí misma en el espejo de la verdad. Las sabanas de oriente y la selva colombiana también nos presentan sus platos y sopas típicos como la cachama asada, ternera a la llanera, ancas de rana, boa, guiso de manatí, pinchos de tortuga, hallacas, sancocho de pato pelón, hervido de cachicamo, sopa de caracoles, gallineta embarrada y picadillo. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Lo había visto en alguna parte, sin duda, pero no recordaba dónde. Florentino Ariza no lo había bebido nunca a las ocho de la mañana, pero aceptó agradecido, porque lo estaba necesitando con urgencia. Florentino Ariza no entendió lo que quiso decir, hasta el lunes de la semana siguiente, cuando vio desde el escaño del parquecito la misma escena de siempre con una sola variación: cuando la tía Escolástica entró en la casa, Fermina Daza se levantó y se sentó en la otra silla. Siguió bebiendo del frasco hasta el amanecer, emborrachándose de Fermina Daza con tragos abrasivos, primero en las fondas del puerto y después absorto en el mar desde las escolleras donde hacían amores de consolación los enamorados sin techo, hasta que sucumbió a la inconsciencia. Sin embargo, el régimen estricto de su padre se reveló muy pronto como un inconveniente insalvable. Se sometían a lo que Dios quisiera en el Hospital de los Adventistas, un inmenso galpón blanco extraviado en los aguaceros prehistóricos del Darién, donde los enfermos perdían la cuenta de la poca vida que les quedaba, y en cuyos cuartos solitarios con ventanas de anjeo nadie podía saber con certeza si el olor del ácido fénico era de la salud o de la muerte. Pero cuando él le reclamó la respuesta con una autoridad que no tenía nada que ver con su languidez, ella logró sobreponerse al espanto y trató de evadirse por la verdad: no sabía qué contestarle. La idea se le ocurrió de pronto cuando cenaban en el comedor privado. Sabiendo que la única reputación para proteger era la suya, por ser la única que quedaba en pie, el doctor Juvenal Urbino interpuso todo el peso de su poder, y logró cubrir el escándalo con su palabra de honor. Él mismo no podía creer que hubiera ocurrido, y menos en aquel momento de su vida, cuando todas sus reservas pasionales estaban concentradas en la suerte de su ciudad, de la cual había dicho con demasiada frecuencia y sin pensarlo dos veces que no había otra igual en el mundo. Así que mientras transcurrían los largos meses que faltaban para la formalización del compromiso estuvo más tiempo allí que en la oficina y en su casa, y hubo épocas en que Tránsito Ariza no lo vio sino cuando iba a cambiarse de ropa. Antes que cerraran el ataúd, Fermina Daza se quitó el anillo matrimonial y se lo puso al marido muerto, y luego le cubrió la mano con la suya, como siempre lo hizo cuando lo sorprendía divagando en público. No volvió a tocarlo en el parque, pero solía hacerlo en noches de luna en sitios elegidos a propósito para que ella lo escuchara sin sobresaltos en la alcoba. Convert documents to beautiful publications and share them worldwide. Le recordó que su madre tenía una mercería en la Calle de las Ventanas, y que además compraba camisas y sábanas viejas para deshilacharlas y venderlas como algodón de emergencia durante las guerras civiles. Iban con el hijo, educado de un modo que ya permitía saber cómo sería de adulto: tal como fue. Sin embargo, el padre hizo una requisa del dormitorio que hasta entonces había sido un santuario inviolable, y en un doble fondo del baúl encontró los paquetes de tres años de cartas, escondidas con tanto amor como habían sido escritas. El doctor Urbino justificaba su propia debilidad con argumentos de crisis, sin preguntarse siquiera si no estaban en contra de su iglesia. Por eso fue tan amarga su desilusión cuando supo que Fermina Daza había repudiado a Florentino Ariza. Florentino Ariza sabía en el fondo de su alma que aquella noticia estaba incompleta. Por aquellos días, Hildebranda Sánchez andaba delirando de ilusiones después de visitar a una pitonisa cuya clarividencia la había asombrado. Reventó con la punta del cuchillo los cuatro huevos fritos, y los rebañó en el plato con patacones de plátano verde que se metía enteros en la boca y masticaba con un deleite salvaje. Sólo entonces respiró a su gusto en una casa como siempre la había soñado: amplia, fácil y suya. Historia de la gastronomia de colombia 1. Se sorprendió de verlo allí, en el reino de los elegidos, pero el doctor Olivella le recordó que era el hijo del Ministro de Higiene, que había venido a preparar una tesis de medicina forense. Luz perpetúa en su Eterna morada en el cielo. Fermina Daza no quiso cenar por la molestia del oído, y presenció el primer embarque de leña para las calderas, en una barranca pelada donde no había nada más que los troncos amontonados, y un hombre muy viejo que atendía el negocio. Fue una ilusión vana: Fermina Daza era ajena por naturaleza al mundo interior de los Urbino de la Calle, y tenía armas para defenderse de sus buenas artes, pero no de las malas. Las otras ventanas, así como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Los platos típicos colombianos de la región insular que más destacan son: Rondón. De todos modos fue un holocausto inútil. Sugirió que esperaran hasta el final de la guerra. Cuando cesaron los aplausos y las rechiflas de burlas cordiales, el doctor Urbino Daza explicó en serio que las clarisas le habían pedido el favor de llevar el postre desde antes de la tormenta, pero se había devuelto del camino real porque alguien le dijo que se estaba incendiando la casa de sus padres. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo: – Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada. El chofer, que después de tantos años a su servicio ya no se sorprendía de nada, se mantuvo impasible. Ambos estaban intimidados, sin entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Él despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. La primera, diez años antes, ella le había dicho: “Si subes a esta hora tendrás que quedarte para siempre”. Señoras con aires de reinas bajaban de las carrozas en el portón de la mercería, sin nodrizas ni criados incómodos, y fingiendo comprar encajes de Holanda y ribetes de pasamanería empeñaban entre dos sollozos los últimos oropeles de su paraíso perdido. Fíjate que nunca se me había ocurrido. Pero Florentino Ariza llegó hasta el final, y sólo entonces soltó una pregunta que al capitán le pareció el anuncio de una idea salvadora. Algunas de sus trapisondas más graves las había hecho a la sombra del poder del yerno, y habría sido difícil no pensar que éste y su esposa no estuvieran al corriente. Pero antes que nada prefería la verdad, así fuera insoportable, y por mucho que la buscó no dio con ella. En todo caso, el matrimonio feliz de Fermina Daza había durado lo que el viaje de bodas, y el único que podía ayudarla a impedir el naufragio final estaba paralizado de terror ante la potestad de la madre. Así que volvió a las cinco de la tarde, de acuerdo con la indicación de la criada ' y Lorenzo Daza en persona le abrió el portón y lo condujo hasta el dormitorio de la hija. Dijo: “Eso sólo se hace cuando uno anda buscando alguien con quien llorar”. Se defendió con unas tijeras de podar que tenía ocultas en el corpiño, y se necesitaron seis hombres para ponerle la camisa de fuerza, mientras la muchedumbre atascada en la Plaza de la Aduana aplaudía y rechiflaba de júbilo, creyendo que la captura sangrienta era una de las tantas farsas del carnaval. Frente a la cama estaba el gran espejo del Mesón de don Sancho, y a él le bastaba con verlo al despertar para ver a Fermina Daza reflejada en el fondo. Su único rasgo enternecedor, que Florentino Ariza reconoció desde la primera vez que lo vio caminar, era que tenía el mismo andar de venada de la hija. La firma era inequívoca, pero Lorenzo Daza no pudo creer ni entonces ni nunca que la hija no supiera de su novio escondido nada más que el oficio de telegrafista y su afición por el violín. Parecía, le dijo, una solterona de veinte años. Se bañó pensando cuál debía ser el paso siguiente, se vistió muy despacio con sus ropas mejores, se perfumó y se engomó el bigote blanco de puntas afiladas, y al salir del dormitorio vio desde el corredor del segundo piso a la bella criatura de uniforme, que atrapaba la pelota en el aire con la gracia que tantos sábados lo había hecho estremecer, pero que esa mañana no le causó la menor turbación. Su día diferente era el domingo. Ella se quedó con la segunda taza de té a mitad de camino y lo increpó con unos ojos que habían sobrevivido a la inclemencia. Hacía ya unos años que había empezado a tener conciencia del peso de su propio cuerpo. “Lárgate -le dijo-. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Pensaba que era una mujer sabia en el amor, pues le dio muchas luces sobre el suyo, sin que él tuviera que revelarle su secreto. Almorzaba casi siempre en su casa, hacía una siesta de diez minutos sentado en la terraza del patio, oyendo en sueños las canciones de las sirvientas bajo la fronda de los mangos, oyendo los pregones de la calle, el fragor de aceites y motores de la bahía, cuyos efluvios aleteaban por el ámbito de la casa en las tardes de calor como un ángel condenado a la podredumbre. Cierta noche entró en el Mesón de don Sancho, un restaurante colonial de alto vuelo, y ocupó el rincón más apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a comer sus meriendas de pajarito. Parecía mentira que él, siendo el dueño, sólo hubiera viajado una vez, hacía muchos años, cuando no tenía nada que ver con la empresa. A las ocho estaba sentado bajo los arcos del Café de la Parroquia, alucinado por la vigilia, tratando de concebir un modo de hacerle llegar su bienvenida a Fermina Daza, cuando se sintió sacudido por un estremecimiento sísmico que le desgarró las entrañas. Siempre pasa la misma: cuando al día siguiente por la mañana toca un vuelo a primerísima hora, alguien decide montar la "fiesta del año" la noche anterior. Por esos días vino un fotógrafo belga que instaló su estudio en los altos del Portal de los Escribanos, y todo el que tuvo con qué pagarlo aprovechó la ocasión para hacerse un retrato. El trueno de la voz de Lorenzo Daza lo fijó en su sitio. Perdido en la muchedumbre, desde luego, estaba Florentino Ariza, quien reconoció en el semblante de Fermina Daza las huellas del pavor. Habían olvidado que tenían las caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del color del chocolate, y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época. Pocos años después, sin embargo, los maridos se desbarrancaban de pronto en el precipicio de una vejez infame del cuerpo y del alma, y entonces eran sus esposas establecidas las que tenían que llevarlos del brazo como ciegos de caridad, susurrándoles al oído, para no herir su orgullo de hombres, que se fijaran bien que eran tres y no dos escalones, que había un charco en mitad de la calle, que ese bulto tirado de través en la acera era un mendigo muerto, y ayudándolos a duras penas a atravesar la calle como si fuera el único vado en el último río de la vida. Entonces le quitó la sábana de encima, y ella no sólo no se opuso, sino que la mandó lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el calor. Estaba pensándolo, justo la tarde de bochorno estival en que el doctor Juvenal Urbino subió las escaleras empinadas de la C.F.C., con una pausa en cada peldaño para sobrevivir al calor de las tres, y apareció acezante en la oficina de Florentino Ariza empapado en sudor hasta los pantalones, y dijo con el último aliento: “Creo que se nos viene encima un ciclón”. No: el miedo estaba dentro de él desde hacía muchos años, convivía con él, era otra sombra sobre su sombra, desde una noche en que despertó turbado por un mal sueño y tomó conciencia de que la muerte no era sólo una probabilidad permanente, como lo había sentido siempre, sino una realidad inmediata. La fama de sus gracias había llegado tan lejos, que a veces pedían permiso para verlo algunos visitantes distinguidos que venían del interior en los buques fluviales, y en una ocasión trataron de comprarlo a cualquier precio unos turistas ingleses de los muchos que pasaban por aquella época en los barcos bananeros de Nueva Orleans. Sólo que esa vez tuvo que admitir de todos modos que algo había cambiado para bien en su vida, porque a los cinco años había dicho lo mismo en la mesa, y su padre la obligó a comerse completa la cazuela prevista para seis personas. Sólo una vez le había ocurrido algo así en su severa vida profesional, y había sido su día de mayor vergüenza, porque la paciente, indignada, le apartó la mano, se sentó en la cama, y le dijo: “Lo que usted quiere puede suceder, pero así no será”. La llevó a la Heladería Americana, desbordada a esa hora por los padres que comían helados con sus niños bajo los ventiladores de grandes aspas colgados del cielo raso. Sal, pimienta y ajo en polvo al gusto 3 cucharadas de papelón molido o azúcar morena 4 a 6 cucharadas de aceite para freír. Cambiar ), Estás comentando usando tu cuenta de Google. No hablaban, no sólo porque el padre no lo intentaba, sino porque él le tenía terror. El doctor Urbino Daza no había reparado hasta entonces en la inconveniencia de su profecía, y se metió por un desfiladero de explicaciones que acabaron de enredarlo. Al otro lado de la bahía, en el barrio residencial de La Manga, la casa del doctor Juvenal Urbino estaba en otro tiempo. Le hacía beber las infusiones cuando lo sentía delirar y lo arropaba con mantas de lana para engañar a los escalofríos, pero al mismo tiempo le daba ánimos para que se solazara en su postración. Ni él ni ella podían concebirse en otra casa distinta del camarote, comiendo de otro modo que en el buque, incorporados a una vida que iba a serles ajena para siempre. Abandonó a su peluquero de toda la vida, que era calvo de solemnidad, y lo cambió por un foráneo recién llegado que sólo cortaba el cabello cuando la luna entraba en cuarto creciente. Fue a cambiarse en el baño, pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camisón embutió trapos en las rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Fermina Daza supo quién era el autor sin que nadie se lo dijera, porque reconoció algunas ideas y hasta una frase literal de las reflexiones morales de Florentino Ariza.
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